Rae Muir - La dama y el capitán, novelas romanticas
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//--> La dama y el capitán Rae Muir Uno Dina se recostó en su hamaca sorprendida de que la lista de cosas que odiaba de Calcuta no superara las diecinueve. La primera, por supuesto, era el calor. Pero, por otra parte, llevaba menos de dos semanas allí y seguro que en los próximos días encontraría más cosas desagradables. A menos que consiguiera encontrar un barco y regresar a Inglaterra. ¿Cómo era posible que Lady Endine Wilmount, la belleza reinante de la temporada de Londres, hubiera terminado buscando esposo en La India? Unas gotas de sudor bajaron por su cuello, haciéndole cosquillas. ¿Cómo podía vivir ningún ser humano con aquel calor? Diez días en Calcuta y estaba agotada. El tío George había insistido la noche anterior en que buscara marido. Tanto ella como Emily debían recibir alguna proposición en los tres meses siguientes. Lanzó un gemido. Si hubiera querido casarse, habría aceptado al vizconde Wolfe o a lord Randolph Porter. ‐El Alazán Perlado está en el puerto ‐dijo una voz de hombre cerca de ella. Dina saltó de la hamaca y se acercó a los setos del lado derecho. No reconocía la voz que había sonado más allá. ‐¡Maldición! Hace tanto tiempo que no lo veía que esperaba que se lo hubiera tragado la tierra‐dijo su tío George. ¿Qué hacía su tío en el jardín con ese calor y acompañado por un visitante? ¿Y qué ocurriría si la sorprendían ataviada sólo con el camisón y un ligero salto de cama de seda? ‐Si se lo hubiera tragado la tierra ‐repuso el desconocido divertido‐, no habríamos descubierto adónde va. ‐¿Otro viaje próspero para ese bastardo? ‐preguntó su tío con voz espesa por la envidia. ‐Más que el anterior. Un verdadero tesoro de té y seda. Se rumorea que lleva también cajas enteras de porcelana antigua. El tío George lanzó un gemido. ‐Tenemos que averiguar cómo lo hace y dónde hay dinero suficiente para alquilar un barco... ‐Tú nunca tendrás dinero suficiente si sigues comprando carruajes y tonterías ‐se burló el otro. Dina decidió que debía tratarse de alguien con prestigio y poder, ya que su tío no protestó. ‐Mi esposa... ‐suspiró George‐. ¿Lo sabe él? ¿Crees que puede sospechar de nuestro plan? ‐susurró. ‐No lo sé ‐repuso el otro con ligereza‐. Y no tiene sentido preocuparse por lo que no podemos saber. ‐¡Maldición! ¿Cómo puede un hombre así contar con el favor de lord Mornington? Su comportamiento debería excluirlo de la sociedad incluso aquí en Calcuta. ¡Me gustaría verlo en el infierno! A Dina le sorprendió la violencia que denotaba la voz de su tío. Al igual que sus hermanos y que la madre de ella, había sido educado como cuáquero. Pero mientras los demás miembros de la familia se habían aferrado a su fe, era evidente que su tío la había olvidado, abandonándola en Inglaterra antes de tomar el barco hasta la India. Los dos hombres se acercaron tanto que contuvo el aliento. El sudor le caía por el rostro; no se atrevía a levantar la mano para secarse la frente por miedo a mover las hojas y traicionar su presencia allí. ‐Hay que hacer algo para echarlo de La India ‐declaró su tío‐. Tú eres amigo del gobernador general. Convéncelo de que le retire la licencia. ‐¿A uno de sus capitanes más productivos? ‐preguntó con sorna el desconocido. ‐Podrían quitarle el barco. ‐Es el dueño del Alazán Perlado. Y tiene influencia con los directores de la Compañía. El honorable Anson Saurage puede ser una molestia para mucha gente de Calcuta, pero es hijo de un conde. Tu envidia y tu miedo resultan demasiado evidentes. Trabajaremos en su contra en silencio. Lord Mornington no será eternamente gobernador general. El tío George lanzó una maldición. ‐Y tengo entendido que su hermano no tiene hijos ‐prosiguió el desconocido‐. Una caída del caballo o una fiebre de verano y tu odiado capitán se convertiría en un noble. Puede que mantenga sus rutas en secreto y que tenga mal genio en lo referente a su barco; incluso puede ser una amenaza para algunas personas, pero no es tonto y tiene buena memoria. Se acordará de todas las personas que en la India lo llamaron Capitán Salvaje y su venganza puede ser terrible. ‐¡Maldito sea! ‐repitió su tío. Saurage. El apellido de los condes de Valmont. Dina había bailado con el conde actual y flirteado con él, ya que, ¿a quién no le gustaría ser condesa? De haber tenido una dote decente, podría haberse convertido en condesa y no estaría en ese momento buscando marido a sus veintidós años entre los hombres destinados en la India. Pero no había podido competir con la extravagante dote de la señorita Amelia Strawn, y la señorita Strawn era en aquel momento lady Valmont. Dina por poco repitió la maldición de su tío. ¿Hubiera aceptado a Valmont si le hubiera pedido que se casara con ella? ¿O lo habría rechazado igual que había rechazado a una multitud de dandies londinenses cuyos nombres no podía recordar con aquel calor? Oyó un sonido y se dio cuenta de que los dos hombres estaban muy juntos. ‐¿Crees que lo sabe? ‐susurró su tío. ‐No dejas de hacerme preguntas que no puedo contestar. No sé cuánto sospecharía el teniente Becker cuando salió del puerto el año pasado. ¿Comunicó sus sospechas a Saurage? ¿Quién sabe? ‐Si Saurage sospechara irregularidades en el muelle, habría acudido a Mornington, ¿no crees? ‐preguntó el tío George con desesperación. El desconocido se echó a reír. ‐Mason, te vas a agotar. Tanto ejercicio mental no es bueno con este calor. Si Becker viene al muelle, trataré de sonsacarlo sobre nuestro asunto y sobre los negocios del Alazán Perlado. ¿Cómo ha conseguido Saurage convertir un cargamento de hierro, algodón y cacharros de latón en uno de seda y té? ‐Fue una tontería permitir que el teniente Becker viera los libros del muelle ‐musitó George‐. Y dejar que adivinara ese trato con el Holandés... ‐Señor Mason ‐musitó el desconocido con arrogancia‐. ¿Es necesario que le recuerde su posición? ‐Lo siento. Lo siento mucho. Había contado con que el Alazán Perlado naufragara en una tormenta. Había rezado porque ocurriera. Ahora tengo que advertir a la señora Mason de que ese hombre está en la ciudad. ¿Cree que asistirá al baile de esta noche? ‐No creo que se lo pierda. Le gusta bailar y, después de un año fuera, debe estar hambriento de compañía. ‐Mis dos sobrinas están aquí; todavía no llevan ni dos semanas en Calcuta. Tengo que advertirles de que se muestren circunspectas. Los hombres se apartaron y el sonido de sus pasos se alejó. Sus voces dejaron de oírse. Dina salió de los setos y corrió hacia la puerta que conducía a las habitaciones que compartía con su prima Emily. Pasó por delante de la puerta abierta del estudio de su tío. Su catalejo estaba de pie sobre la mesa, como una gran columna. La joven entró en el cuarto y lo tomó. Subió la escalera hasta el segundo piso, un ático situado bajo el tejado. La estancia, de techo bajo, concentraba el calor; cada vez que respiraba, le dolían los pulmones. Una de las ventanas daba sobre el muelle y los barcos anclados allí. Dina se arrodilló y acercó el ojo al catalejo. Aparecieron ante ella los mástiles desnudos de los barcos. Examinó uno tras otro y vio un casco oscuro, más pequeño y afilado que los de los barcos de la Compañía Oriental. Se concentró en él. A esa distancia no podía leer los nombres, pero en aquel caso no había duda. El casco era negro. El mascarón de proa destacaba como una gaviota entre un grupo de cuervos.. Incluso a aquella distancia distinguió la melena flotante y la cabeza salvaje de un caballo orgulloso que brillaba al sol como si estuviera tallado en alguna piedra preciosa. El Alazán Perlado. Estaba rodeado por lanchas pequeñas que los trabajadores del puerto cargaban en el muelle. Movió el catalejo hacia el Castillo Morgana, el barco que la había llevado a La India. Había pasado casi seis meses en su interior y el solo hecho de verlo la hacía estremecerse. Una tormenta en el Atlántico, días enteros de ruido y movimiento infernal en los que su baúl se había soltado y corrido libremente de un lado a otro del camarote amenazando con romperle una pierna si se atrevía a bajar de la litera. Y las mañanas horribles en las que se mantenía a las mujeres abajo, incapaces de ver pero no de oír los castigos que tenían lugar en cubierta. Una vez había visto a un marinero al que llevaban al médico: su espalda no era más que una masa sanguinolienta. Se estremeció. Sólo volvería a subir a un barco y sería el que la devolviera a Inglaterra. Cerró los ojos y se esforzó por pensar en Londres, frío y con niebla. Un salón de baile lleno de luz, los reflejos de las velas en las joyas de las mujeres y en los galones dorados de los uniformes... Hacía demasiado calor para concentrarse en nada. Pero tenía que hacerlo, tenía que planear cómo salir de ese infierno. Había visto las lápidas del cementerio. La mitad de los jóvenes, tanto hombres como mujeres, que llegaban a la India morían en los cinco primeros años. Matrimonio. Tendría que elegir con mucho cuidado. Algún oficial o secretario de la Compañía cuyo contrato se acercara a su fin y que pensara regresar pronto a Inglaterra. Luego, una vez allí, se negaría a volver. Estaba dispuesta a vivir en cualquier casa pobre de provincias antes de regresar a la India. Menos de cien libras al año. Eso era lo único que tenía del dinero que le había dejado su abuela. Se apartó el pelo húmedo de la frente y el cuello. Teniendo en cuenta el calor, era una suerte que estuviera de moda el pelo corto. Algunos hombres habían protestado cuando las mujeres empezaron a cortarse el pelo, pero lord Valmont había admirado sus rizos. De todos los hombres a los que había conocido en Londres, consideraba a Lord Valmont uno de los más atractivos. Era delicado casi hasta el punto de pasar por frágil. Un hombre así podía ser dominado por su esposa. Esta tendría que acatar sus exigencias matrimoniales, por supuesto. Suponía que sería lo bastante fuerte para ello, pero, con excepción de eso, la esposa de un hombre como Valmont podía llevar su propia vida. Trató de imaginarse a lord Valmont capitaneando un barco que comerciaba con la Compañía Oriental de las Indias. ¡Ridículo! Pero su hermano era el capitán de ese barco del muelle. Quizá tuviera oficiales que se encargaban del trabajo mientras él se sentaba en su camarote tomando rapé. ¿Comerciar? ¿Un Saurage se rebajaría a comerciar? Si era así, perdería toda su credibilidad en sociedad. Pero suponía que un capitán podía permitirse no tomar parte en esas cosas. Serían sus oficiales los encargados de negociar con los nativos de Cantón y las islas de las especias, mientras el capitán se encargaba de recibir a los dignatarios en su elegante camarote. Se incorporó con una inspiración súbita. El barco del capitán Saurage acababa de llegar de China. ¿No se dirigiría a continuación a Inglaterra? Se tumbó con la cabeza llena de planes. Descubriría si el capitán Saurage estaba casado. De no ser así, le prestaría toda la atención que pudiera y cuando el Alazán Perlado levara anclas, ella iría a bordo. No
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